sábado, 11 de julio de 2015

Ernesto, un gato

La luz del sol entra por mi ventana, el gato mira las moléculas de polvo que flotan suspendidas en el aire, emulando la nieve en las montañas, se estira y cierra los ojos, mientras enciende el motor de ronroneo que pone a vibrar mi pierna. Todo está en silencio, todo está dormido bajo el efecto del invierno. Mi nariz está fría, mis ideas revueltas por los sueños traumaticos de la noche, mi cuerpo es un tronco que no puedo mover fuera de la cama, la ola polar hace difícil el momento de desnudarme de frazadas, y el gato ronroneando al lado no me ayuda a querer incorporarme al mundo.
La mente en blanco dibuja en el aire un montón de ideas desordenadas y mudas, me niego a tener que ponerme la ropa de adulta, me gustaría ser el gato y quedarme todo el día así, ronroneando en la cama, mirando puntos de fuga y alertando la presencia de fantasmas polvorientos en los baños de luz de las ventanas. Lo acaricio despacio, intento correrlo de mis piernas pero no hay forma, mi gato no quiere abrir sus ojos ni quiere que yo le quite su colchón que son mis piernas. Sus garritas atrapan tiernamente a la mano molesta que lo arrastra a un costado de la cama y me siento el peor ser del mundo por estar apagando su motor ruidoso de paz. Suena la alarma, tan estridente y fastidiosa, Ernesto pega un salto y se estira, me mira obligándome a hacer lo mismo. Abruptamente se rompe el cristal de silencio que hacia de la mañana un mundo gatuno y feliz. Soy humana y con una sola vida, y él es gato y quiere salir a caminar por los techos.

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